Yo hice el viaje por carretera más peligroso del mundo. Desde Turquía hasta la zona de guerra de Siria en un Hyundai amarillo. Por David Axe.

En el siguiente artículo, traducción de su original en inglés I Went On the World’s Deadliest Road Trip, publicado en el blog War Is Boring [la guerra es aburrida] con fecha 14 de octubre de 2013, y que aquí reproducimos con autorización de su autor, David Axe nos cuenta de primera mano el conflicto de Siria según lo que allí vivió en uno de sus viajes.

Se puede decir que David Axe tiene más experiencia real en combate que la mayoría de militares. David Axe es autor de varios libros y artículos y corresponsal de guerra con más de 10 años de experiencia en nueve guerras a lo largo de tres continentes: Irak, Afganistán, Congo, Somalia, Chad, etc.

En 2013 David Axe fundó el blog War Is Boring [la guerra es aburrida] en el que se daban cita un nutrido elenco de autores especializados en diferentes materias con publicaciones diarias.


En la imagen de la cabecera, restos de coches bomba en el lado sirio del paso fronterizo de Bab Al Hawa el 17 de septiembre de 2013. Foto de Juma Al Qassim.

Yo hice el viaje por carretera más peligroso del mundo

Desde Turquía hasta la zona de guerra de Siria en un Hyundai amarillo

Por David Axe, para War Is Boring. 14 de octubre de 2013.

Atravesamos a toda velocidad un hueco en la alambrada de la frontera entre Turquía y Siria mientras nos perseguía un vehículo blindado turco y unos soldados realizaban disparos de advertencia al aire. Esperamos en una arboleda de granados a nuestro transporte: un par de veteranos rebeldes sirios que conducían un Hyundai amarillo pastel. Nos dimos unos apretones de manos, intercambiamos unos cigarrillos y me envolví la cara con un pañuelo a cuadros para ocultar mis rasgos tan norteamericanos.

Subimos por una carretera de montaña a través de Harem, un pueblo en el norte de Siria en el que, a principios de ese mismo año (2013), una banda de terroristas islámicos aficionados habían capturado a tres cooperantes alemanes y varios sirios, a los que torturaron y dejaron sin comer, mientras esperaban un rescate que nunca llegó, para abandonar Harem más tarde una vez que los tres alemanes se zafaron de sus ataduras y escaparon.

Hicimos una paradita en Bab Al Hawa, el lado sirio de un importante paso fronterizo y el centro neurálgico del sector norteño del Ejército Libre Sirio (ELS) [Free Syrian Army (FSA)]. Allí charlamos con los combatientes armados y sus fanfarrones comandantes, siempre con sumo cuidado de no entablar contacto con los milicianos rebeldes más radicales del ala islámica alternativa del ejército de oposición, tipos que lo mismo te podían secuestrar que decirte hola.

Desde Bab Al Hawa nos dirigimos hacia el sur, circulando por carreteras cercadas por las ruinas de carros de combate oxidados, esos símbolos omnipresentes de la guerra en Oriente Medio, con destino a Idlib, una importante ciudad del norte cuyo extrarradio se encuentra entre los frentes más importantes de la guerra civil en Siria que duraba ya 31 meses. Con destino al combate. Con destino al peligro.

El 7 de octubre, Juma, mi intérprete, y yo partimos en uno de los viajes por carretera más peligrosos del mundo, una excursión de un día desde Reyhanli, Turquía, hasta Areha, a las afueras de Idlib, para ver cómo la Brigada de los Alcones de Sham [Sham Falcons Brigade] del Ejército Libre Sirio (ELS) [Free Syrian Army (FSA)] combatía contra el régimen del presidente sirio Bashar Al Assad.

Nos dispararon, nos bombardearon y atravesamos un par de controles de carretera muy sospechosos, y casi nos metemos de cabeza en un serio problema en un campo de olivos.

Pero al contrario de las cifras de cooperantes, activistas y periodistas extranjeros e innumerables sirios a lo largo de tres años de conflicto, no fuimos secuestrados. Y no nos mataron.

Nuestro pequeño tour por el infierno fue muy divertido. Excepto cuando no lo fue.

Un combatiente rebelde en Areha. Foto de David Axe.

El latigazo de la guerra

Como corresponsal de guerra con casi 10 años de experiencia (al principio independiente [freelance], ahora trabajando para Medium), he estado en nueve guerras a lo largo de tres continentes: Irak, Afganistán, Congo, Somalia, Chad, además de unos cuantos lugares de los la mayoría de la gente nunca ha oído hablar.

Me han disparado, he recibido fuego de morteros, fui asaltado por una multitud de somalíes enfadados y, en un horrible y embarazoso incidente en Chad en 2008, incluso fui secuestrado por niños soldado con los ojos como agujeros negros. Tras ser sorprendido un par de veces en Afganistán por una bomba en la cuneta me vi obligado a replantearme mis prioridades.

Así que me quedé en el banquillo de unos cuantos conflictos importantes: Libia hace dos años, Mali a principios de año (2013) y, al principio, Siria, con diferencia la guerra más sangrienta del mundo actual, desatada durante la primavera de 2011 cuando las tropas de Al Assad abrieron fuego sobre unos manifestantes pacíficos.

¿Qué clase de corresponsal de guerra sería si no informara sobre el peor conflicto del mundo?

Pero en el mismo momento que decidía ir a Siria, el conflicto tomaba un giro aún más violento.

Presionando hacia el sur a los bastiones del régimen en el oeste del país y en torno a la capital Damasco, el Ejército Libre Sirio (ELS) [Free Syrian Army (FSA)] (unos 200.000, apoyados por miles de desertores del régimen y provistos de armas capturadas) parecía llevar la delantera. Y los gobiernos extranjeros prácticamente aplaudían… y prometían facilitarles armas, comida, medicinas.

Los rebeldes liberaron el norte, el este y el sur, y rodearon las ciudades norteñas de Idlib y Aleppo. Al llegar a la provincia costera de Latakia (lugar de nacimiento del régimen) los rebeldes se quedaron cortos de armas y municiones. Los líderes civiles del ELS imploraban por las armas que les habían prometido.

El silencio fue la respuesta del mundo para los cientos de islamistas suníes curtidos en combate procedentes de Europa, Irak y los estados del Golfo que últimamente se habían colado en Siria para luchar contra el régimen chiíta y que incluso habían formado su propio grupo armado, el Estado Islámico de Irak y Siria [Islamic State of Iraq and Syria (ISIS)]. De lejos parecía que la oposición rebelde se estaba convirtiendo en Al Qaeda.

La realidad resultaba más complicada que eso. El ELS rechazaba el Islam radical. Y el elemento más combativo de los rebeldes, la brigada Al Nusrah, poco a poco se hacía menos combativo por la llegada de combatientes extranjeros, a medida que sus miembros más preparados dejaban paulatinamente la unidad para unirse a su competidor, el ISIS. «Al Nusrah no son terroristas», dice Abu Abdallah, un oficial veterano de la brigada Farouk, una de las unidades con más experiencia del ELS.

Pero los observadores internacionales pasan por alto ese detalle, particularmente el Congreso de los EE.UU. Los republicanos han acusado al presidente Barack Obama de querer armar terroristas. La diputada Michelle Bachmann, una republicana de Minnesota, lo llamó un anuncio del apocalipsis. «A partir de hoy los Estados Unidos van a enviarles armas a terroristas a sabiendas, deliberada y voluntariamente», dijo.

El fracaso mundial al no facilitarles armas durante la batalla de Latakia en agosto de 2013 alteró significativamente el curso de la guerra. Cuando los carros de combate del régimen contraatacaron, los rebeldes no tenían nada con lo que responder. Huyeron y sufrieron importantes bajas. Y sus comandantes culparon de la derrota a los dirigentes de EE.UU. y Europa. «Estos gobiernos son partícipes de la matanza del pueblo sirio», dice Abu Abdallah.

Tras su derrota en Latakia los rebeldes se encontraban en una posición más débil. El ISIS aprovechó la ocasión los contratiempos del ELS para atrincherarse firmemente en algunas ciudades del norte. El 12 de septiembre de 2013, el ISIS y Al Nusrah le declararon la guerra al ELS. Seis días después los combatientes islamistas atacaron a los rebeldes laicos en la ciudad de Azaz, cerca de la frontera siria con Turquía, y obligaron al ELS a desviar tropas hacia este nuevo frente.

La implicación de Al Nusrah en esta ruptura interna fue momentánea. En pocas semanas los combatientes de la brigada estarían de vuelta bajo control del ELS. Pero ahora el ISIS constituía un enemigo declarado del régimen y del principal grupo rebelde. Con una creciente confianza y fortaleza, los islamistas lanzaron una campaña de secuestros, con el objetivo en periodistas, especialmente occidentales, además de sirios afines a Occidente y al ELS.

En 2012 murieron 28 periodistas mientras cubrían la guerra civil. Se puede decir que actualmente el secuestro respresenta la mayor amenaza. El Comité para la Protección de Periodistas (CPP) [Committee to Protect Journalists], con sede en la ciudad de Nueva York, estima que al menos 14 periodistas se encuentran cautivos en Siria a manos del régimen, del ISIS o de criminales. Pero el número total es mucho mayor. Cuando desaparece un periodista, habitualmente su agencia de noticias le pide a las demás agencias que no informe sobre el secuestro.

Un ciento de periodistas y cooperantes extranjeros desaparecidos. Ese es el número que normalmente se repiten unos a otros los cooperantes y periodistas en las líneas del frente de la guerra de Siria. «Actualmente Siria resulta más peligrosa que nunca para los periodistas nacionales e internacionales», decía Robert Mahoney, del CPP.

Y acto seguido vienen los ataques con gas del régimen, los cuales están más extendidos de lo que se informa.

Rebeldes en Areha. Foto de David Axe.

«Sé que no quieres escuchar esto…»

El gobierno estadounidense y sus aliados más cercanos (Francia y Reino Unido) únicamente reconocieron oficialmente un ataque importante con armas químicas de las tropas de Al Assad contra civiles y rebeldes: un ataque en el extrarradio de Damasco el 21 de agosto de 2013 que mató a más de 1.400 personas.

Sin embargo, el régimen ya había utilizado agentes químicos anteriormente a menor escala. Moustafa Abo Zyed, de la brigada Qadesyya del ELS, se quedó inconsciente y casi se asfixia por el gas durante un ataque rebelde contra la base aérea del régimen de Abu Al Duhur, en el norte de Siria. Hablé con otras dos personas (un rebelde y un cooperante) que también presenciaron o resultaron heridos en ataques químicos aparte del de agosto.

No obstante, el gaseo de Damasco supuso una escalada y, así lo parecía en aquel momento, un punto de inflexión. EE.UU. posicionó buques de guerra para atacar blancos del régimen. Los franceses planearon una campaña aérea paralela y el ELS, que creyó que finalmente recibiría un fuerte apoyo estadounidense, movilizó sus tropas para llevar a cabo un importante ataque mientras caían las bombas estadounidenses.

Pero el 31 de agosto de 2013 Obama canceló inesperadamente los ataques. Dijo que primero buscaría el consenso por parte del mismo Congreso de los EE.UU. que estaba intentando impedir sus esfuerzos por armar a los rebeldes. El Congreso se fue por las ramas. Y mientras tanto Rusia, el aliado más poderoso de Al Assad, se ofreció para hacerse cargo del arsenal químico de Siria pendiente de destrucción, un acuerdo sin posibilidad de confirmación que Al Assad aceptó sin dudarlo.

Los franceses y los rebeldes se quedaron anonadados por los latigazos del revés de la política estadounidense. El ELS ya estaba harto después de que una vez más les denegaran la ayuda que necesitaban para ganar la guerra. «Que Obama reculara fue más duro para el pueblo sirio que el uso de armas químicas», dice Mohamed Moustafa, que se encarga de la logística del ELS.

Y esa decepción se tradujo en un nuevo rechazo para trabajar con estadounidenses, cualquier estadounidense, sea un cooperante, un periodista como yo o un representante oficial del gobierno federal. «Estamos cansados de repetirnos», dice un oficial de la brigada Farouk.

Desgarrada por el conflicto, merodeada por secuestradores, supuestamente inundada de gases letales, medio ocupada por los más descontentos «aliados» de EE.UU., Siria constituye un difícil lugar a cubrir por los periodistas. Y muchos periodistas ni siquiera están dispuestos a intentarlo. «Le sugiero a cualquier independiente que pretenda cubrir el conflicto en el norte de Siria que se lo piense seriamente, se replantee sus planes y evite totalmente la zona», decía Javier Manzano, un fotógrafo independiente.

Mis detractores también intentaron disuadirme para que no fuera. «Sé que no quieres escucharlo», me dijo un escritor radicado en Beirut antes de detallarme algunas de las cosas horribles que podían pasarme «en el interior» [on the inside] (eufemismo para Siria de moda entre los periodistas).

De todos modos fui para allá.

El autor, a la derecho, y sus compañeros Mitch Swenson y Thomas Hammons. Foto de David Axe.

Destino: Montaña 40

En realidad entré dos veces. Una de las veces fue a finales de septiembre de 2013 con otros tres compañeros: el escritor Mitch Swenson, el fotógrafo Thomas Hammond y nuestro intérprete Juma. En las cercanías del pueblo turco de Reyhanli, atravesamos un barrizal que apestaba a estiércol y nos colamos por un agujero en la valla de alambre de espino que recorre toda la frontera entre Siria y Turquía.

Un par de rebeldes armados con AK-47s nos recogieron en un turismo y nos llevaron unos kilómetros hacia el este, pasadas las ruinas romanas de Bab Al Hawa, donde se encuentra el paso fronterizo del ELS. Allí hablamos con algunos refugiados y oficiales rebeldes, sacamos unas fotos de los restos retorcidos de varios coches bomba y regresamos a Reyhanli de la misma forma que habíamos venido, buscando agujeros en la valla de alambre de espino hasta que encontramos uno sin un soldado del ejército turco de guardia.

Ese viaje de siete horas fue una prueba. Cada vez me sentía más cómodo con la logística de las incursiones a través de la frontera, así que para el 7 de octubre de 2013 planeé llevar a cabo un proyecto más ambicioso. Esta vez sólo Juma y yo, junto con dos rebeldes como escoltas. Llegaríamos hasta Bab Al Hawa y continuaríamos hacia el sur todo el camino hasta llegar a Idlib, uno de los principales campos de batalla de la guerra en el norte del país.

Nuestro objetivo era una ciudad llamada Areha, situada en la ladera de una montaña con el, en cierto modo curioso, nombre de Montaña 40. El plan era reunirme con miembros de la Brigada de los Halcones de Sham [Sham Falcons Brigade] en las líneas del frente de Areha e intentar comprender lo mejor que pudiera quién estaba ganando la guerra ahora que los rebeldes iban prácticamente solos por su cuenta contra el régimen y sus aliados de Hezbollah, el brazo armado de los shiítas libaneses.

Norte de Siria y sur de Turquía. Areha se escribe «Ariha» en este plano.

Areha resulta importante. Domina la principal carretera que une el oeste de Siria, controlado por el régimen, con Idlib y Aleppo, donde pequeñas bolsas de soldados del ejército sirio todavía resisten el asedio rebelde, lo cual le proporciona a Al Assad dos pequeños puntos de apoyo en el norte, que de otro modo quedaría controlado por la oposición. Si controlas Areha controlas la carretera, y por ende Idlib y Aleppo.

Los combates en Areha se intensificaron ese mismo verano (2013) cuando el gobierno y las fuerzas rebeldes se enfrentaron de un lado para otro por las laderas llenas de rocas, con callejones de barro y arboledas de olivos pequeños. A principios de octubre de 2013 los rebeldes se quedaron con la ladera sur de la montaña; el régimen se quedó con la otra ladera.

Durante la noche del 6 de octubre los Halcones de Sham intentaron rodear a las fuerzas del régimen. Estalló el combate y seis halcones murieron. A la mañana siguiente, mientras Juma y yo todavía íbamos de camino, contraatacaron los helicópteros del régimen, que dejaron caer artefactos improvisados con forma de barril desde cientos de metros de altura sobre las posiciones de los Halcones.

Un combatiente rebelde en Areha. Foto de David Axe.

Equipo ganador

Nos dirigimos hacia el sur a través de una tranquila carretera de dos carriles y la guerra pareció desvanecerse por un momento. Nuestro conductor Abu Khaled encendió la radio y puso algo de música pop revolucionaria. Anteriormente, en la ciudad turca de Antakya, nos encontramos a uno de esos cantantes de la oposición, un chaval de 20 años con una voz dulce que se llamaba Mohamed Ibrahim. Allí de pie en el balcón de su casa, con la vista puesta en las lejanas colinas de Siria, Ibrahim cantó una canción protesta sobre la guerra, la victoria y la paz, en ese orden.

Acurrucado en el asiento de atrás del Hyundai, mientras contemplaba el paisaje bíblico que íbamos sobrepasando, se me podría perdonar por sentir la paz un poco prematuramente. Atrás quedaron los restos de coches bomba y los combatientes en Bab Al Hawa. Por supuesto, en el arcén estaban siempre presentes los restos de carros de combate en descomposición. Pero aparte de eso bien podríamos estar en Ohio, si no fuera por todos los señales evidentes de tres años de una guerra despiadada.

Hasta más tarde no se me pasó por la cabeza que la relativa escasez de soldados no era, en sí misma, una cosa buena. El Ejército Libre Sirio reivindica haber liberado el norte de Siria, y eso es cierto, en tanto en cuanto el régimen ya no gobierna en la región.

Sin embargo, en realidad el ELS tampoco. No hay seguridad en las calles. No existen patrullas armadas con paramilitares del ELS, ni policía, ni regulación del tráfico, ni una administración local con la que hablar para asumir las funciones del estado de Al Assad.

Más allá de la frontera y cerca de la línea del frente, el norte de Siria constituye prácticamente un vacío. Y en ese vacío se ha colado un surtido desconcertante de criminales, mafiosos y terroristas: contrabandistas de combustible, traficantes de personas, secuestradores, islamistas radicales, milicias de cuestionable lealtad hacia ELS. No siempre se les ve, pero están ahí.

Al regresar de Bab Al Hawa durante nuestro viaje a Siria de septiembre, un flaco y joven soldado, que sonrió y me apuntó al corazón con su fusil de asalto, nos hizo darnos la vuelta al llegar a nuestro agujero favorito en la valla de la frontera turca. Así que nos volvimos a meter en Siria y fuimos caminando por una carretera llena de estruendosos tractores hasta que nos encontramos con lo que creímos que era un puesto avanzado rebelde en el que podríamos conseguir algo de ayuda.

Unos tipos estaban en la puerta bebiendo un té verde brillante. Nos hicieron señas para que entráramos a lavarnos las manos y la cara y bebiéramos del grifo. Dentro había montones de paquetes, unos chavales durmiendo en el suelo y un tipo escuálido dándose una ducha en una celda de hormigón, pero nada militar. Enseguida nos percatamos de que los tipos no eran rebeldes, eran contrabandistas.

No obstante, resultaron lo suficientemente amables como para ser criminales de carrera. Les dimos 50 liras turcas (unos 25 dólares) y nos indicaron dónde había un agujero sin vigilancia en la valla fronteriza. Ese sector del norte de Siria pertenece más a los contrabandistas que al ELS.

Una semana después, de vuelta en Siria, se me recordó el statu quo todos contra todos de la Siria liberada por una bandera negra Tawhid (la típica bandera más popularizada por Al Qaeda) que ondeaba sobre una barricada atravesada en la carretera.

Se trataba de un control de carreteras que aparentemente pertenecía a una las milicias más islámicas de la rebelión. No estaba claro si el control contaba con la aprobación del ELS. El núcleo del ejército rebelde rechaza el Islam radical, pero eso no quiere decir que los milicianos no hagan prácticamente lo que les plazca en el territorio del ELS ante la ausencia de una ley y orden más estricta.

La parte idílica de nuestro viaje había terminado. En Siria los controles de carretera pueden resultar fatales para los extranjeros, especialmente para los periodistas. Si te para el grupo armado equivocado en el control de carretera equivocado y dices la cosa equivocada podrías acabar capturado.

Eso es precisamente lo que parece que les pasó a Didier Francois y Edouard Elias el 6 de junio de 2013. Los dos periodistas franceses iban hacia Aleppo cuando unos hombres armados en un control de carretera les dieron el alto. Poco se ha vuelto a saber de ellos desde entonces, aunque el primer ministro francés Jean-Marc Ayrault dijo en octubre de 2013 que había indicios de que los dos todavía estaban vivos.

Nos metimos en Siria plenamente conscientes del problema con los controles. Esa es la razón por la que le decía a todo el mundo, incluso a los Halcones de Sham, que era canadiense, una nacionalidad menos ofensiva que la estadounidense para los rebeldes sirios más rebotados. Y esa es la razón por la que le pagaba a Juma, nuestro intérprete, un sueldo de primera por encima de los estándares sirios. Como antiguo combatiente de los Halcones, Juma había dejado el frente a principios de año tras, según dice, ver demasiado sufrimiento.

Su padre está en una prisión del régimen. Su hermano pequeño fue capturado y torturado por el régimen y después lo secuestraron por poco tiempo unos islamistas. Su primo murió en un ataque aéreo que por los pelos no acabó también con Juma. Ahora, agotado y sin poder dormir, trabaja para los medios de comunicación a tiempo completo. Pero todavía mantiene todos sus antiguos contactos en la milicia, los cuales, junto con su dominio del inglés, le convierten en uno de los mejores de su especializado sector.

Yo iba con Juma. Juma iba con Abu Khaled. Abu Khaled era un Halcón. Los Halcones eran una brigada del núcleo del ELS. En el interior de aquel feo Hyundai estábamos todos en el mismo equipo, el equipo ganados, o eso esperábamos. El ELS no se las arreglaba para controlar totalmente su propio territorio, pero quizás pudiera controlar nuestro coche.

Me quité las gafas porque eran demasiado elegantes como para ser sirias. Juma escondió su cámara. Los dos intentábamos parecer aburridos, como si realmente fuéramos de allí, tanto como para que incluso los controles de carretera nos resultaran una tontería y así lo pareciera externamente. Abu Khaled aflojó la marcha del Hyundai, bajó la ventanilla y le dijo unas pocas palabras en árabe a un tipo joven que llevaba un fusil.«Suqur Asham», le dijo Abu Kaled. Halcones de Sham.

¿Y el tipo raro de atrás? «Canadá», le dijo Abu Kaled.

El chaval armado asintió con la cabeza y nos dio paso.

La zona en torno a Areha. Foto de David Axe.

No hay donde esconderse

Me pasé toda la noche anterior a nuestro viaje del 7 de octubre a Siria allí sentado con unos amigos sirios que estaban en el mismo hotel. Hubo un tiempo en el que era capaz de dormir profundamente antes de una loca incursión en una zona de guerra. Pero ya estoy viejo según los abreviados estándares de los corresponsales de guerra. Con 35 años de edad tengo más por lo que vivir que cuando era un corresponsal independiente de 26 años en busca de combates en Irak.

Ahora tengo un hogar. Tengo una novia guapa a la que quiero y tres gatos a los que tengo mucho cariño. Mis hermanos tienen hijos y podría venirles bien tener por lo menos un tito loco.

Además los kilómetros empiezan a pesar, especialmente después de años como corresponsal en Afganistán. Tengo una cicatriz apenas visible en el brazo derecho de una explosión en la provincia de Logar hace dos años que destrozó el vehículo blindado en el que viajaba. Suelo tener molestias en las lumbares desde que me rompí el coxis en otro vehículo blindado. Y nunca me recuperé de mi lesión de rodilla fruto de subir montañas de más de 3.000 metros con el Ejército de Tierra estadounidense en la provincia de Paktika.

Se hace más fácil pasearse por una zona de combate cuando no tienes ni idea de cuánto te puede costar. Ya nada me resulta fácil. Y al cubrir la guerra de Siria, los miedos exacerbados de mis compañeros se acabaron contagiando. Con el corazón desbocado y el estómago hirviéndome, me senté con mis amigos en el lobby del hotel, sin prestar atención a lo que charlaban mientras intentaba leer el futuro en los remolinos de mi espeso y dulce café turco.

¿Lograría cruzar la frontera? ¿Y qué pasa con los controles de carretera? Si alguien intenta capturarme, ¿debería correr como hice en Chad? ¿o debería acompañarle tranquilamente y confiar en que Juma y mis amigos sirios negocien mi liberación? Si mi cautividad durara meses, ¿podría soportarlo? ¿Cómo combatiría el aburrimiento? ¿Sin medicinas serían un problema mis alergias? ¿qué pasa si los tipos malos me rompen las gafas?

Si me mataran, ¿sería rápido o lento? Si tan solo tuviera unos segundos más para pensar, ¿sobre qué debería pensar? ¿O sencillamente mi mente dejaría de funcionar a medida que el instinto animal tomara el control, como sucedió aquella noche en Chad en la que unos aterradores niños soldado me persiguieron y no sentí nada?

Lo que más temía eran los controles de carretera. Pero mi amigo Amr, un profesor, empresario y cooperante, me dijo que debería preocuparme más por los ataques aéreos del régimen. Él bien lo sabía. Todavía tiene metralla dentro de su cuerpo a consecuencia del ataque de un MiG del ejército del aire sirio. «El problema es que el terreno es campo abierto», decía Amr. No hay donde esconderse. Especialmente si las condiciones meteorológicas son buenas y los pilotos del régimen tienen buena visibilidad en todo el horizonte.

Amr estaba en lo cierto. En aquel maldito Hyundai amarillo que conducía Abu Khaled pasamos el primer control de carretera, acto seguido otros dos, y bajo un cielo azul despejado atravesamos una interminable extensión de tierras de cultivo salpicada de casas de barro. Paramos en un pueblo a tomar un café rápido. Juma señaló con el dedo hacia las ciudades en la lejanía.

Saraqeb, y más allá Idlib. Se veía cómo se levantaban columnas de humo blanco que daban cuenta de los intensos enfrentamientos, las casas destruidas, y los hombres, mujeres y niños muertos. La rutina diaria de una guerra que ha acabado con la vida de cientos de miles de personas en solo 31 meses.

Los rebeldes del Ejército Libre Sirio (ELS) maniobran para intentar abatir un caza del régimen sirio que bombardea Saraqib el 5 de septiembre de 2013. Vídeo de Juma Al Qassim.

La muerte desde arriba

Los aviones y helicópteros de combate del ejército del aire del presidente sirio Bashar Al Assad constituyen la mayor ventaja del régimen sobre los rebeldes, que no disponen de aviones de combate propios, ni de radares, ni de misiles superficie-aire de largo alcance. En Siria cuando la muerte llega desde arriba llega sin obstáculos que puedan impedirla.

Al Assad esperó casi un año antes de desatar toda su fuerza aérea sobre los rebeldes y civiles. Cuando se intensificaron los combates en Aleppo en el verano de 2012, los cazas y helicópteros del ejército del aire sirio dispararon cohetes y lanzaron bombas.

La ofensiva aérea se extendió rápidamente. Las casi 500 aeronaves de ala fija y los cientos de helicópteros del régimen se extendieron por toda Siria y atacaron indiscriminadamente tanto a los rebeldes como a los civiles. Algunos de los helicópteros lanzaban bombonas de las que emanaban unos gases nocivos en lo que sería un anticipo del ataque con gas sobre Damasco en agosto de 2013.

La supremacía aérea constituyó el factor decisivo en muchas de las victorias del régimen sobre el terreno. En abril los combatientes pro-régimen de Hezbollah lanzaron un ataque a gran escala contra un enclave rebelde en Al Qusayr que hasta entonces había resistido los incesantes ataques terrestres. Las intervenciones de los aviones de combate del régimen cambiaron por completo el curso del ataque.

Hasta 300 bombas azotaron al batallón rebelde. «¿Cómo puedes sobrevivir en estas circunstancias?», se preguntaba el comandante de unidad Yahya Mhebeldin desde la cama de un hospital en Líbano, al que se le trasladó tras ser alcanzado en el estómago por la metralla de una bomba en pleno bombardeo.

Los rebeldes le rogaron a EE.UU. que impusiera una zona de exclusión aérea, pero al Pentágono le preguntaba el elevado coste y la complicada logística. Y Rusia amenazó con vetar cualquier resolución de las Naciones Unidas que autorizara patrullas aéreas estadounidenses.

Los cazas del régimen sirio constituyen la mayor amenaza para las tropas del Ejército Libre Sirio (ELS). El Coronel del Ejército del Aire sirio Zeyad Haaj Abayed, un desertor ahora con el ELS, adiestra a los rebeldes para utilizar ametralladoras pesadas contra los cazas atacantes. Pero la oposición no dispone de los misiles tierra-aire que necesita.

Así que los rebeldes cambiaron su solicitud. ¿Qué tal si les concedían la posibilidad de contar con sus propios misiles antiaéreos? Pues no, al Ministerio de Exteriores estadounidense le preocupaba que los rebeldes, a quienes muchos estadounidenses mal informados no consideraban mejores que Al Qaeda, pudieran utilizar algún día los misiles contra EE.UU.

Zeyad Haaj Abayed, un antiguo coronel desertor del Ejército del Aire sirio, se unió al ELS y enseñó a los rebeldes cómo responder frente a los aviones de combate del régimen utilizando ametralladoras pesadas que iban montadas en la caja de un vehículo tipo pickup. «Sé cómo batir un caza cuando va a atacar un blanco», dice Abayed. La clave, añade, consiste en esperar hasta que el avión suba después de atacar a tierra y dispararle en la cola.

Eso es más fácil decirlo que hacerlo cuando tu blanco se mueve en las tres dimensiones a 500 kilómetros por hora a cientos de metros de distancia.

En septiembre de 2013 Juma pasó algo de tiempo con un equipo de defensa antiaérea rebelde en Saraqeb, una ciudad en manos rebeldes justo a las afueras de Idlib. Una llamada por radio alertó de un ataque aéreo inminente. Los observadores siguieron con la vista al caza mientras picaba sobre Saraqeb y lanzaba una bomba. Contaron los 30 segundos que tarda la bomba en caer desde 3.000 metros de altura.

Los tipos se pusieron a gritar y los civiles se dispersaron, pero nadie podía saber con certeza dónde caería exactamente la bomba. Quedarse quieto era tan seguro como salir corriendo. Pero si les dicen que les van a bombardear, la gente va a empezar a correr. Un vídeo, adjuntado más arriba, que grabó Juma, recoge un estruendo y una nube de polvo que asciende desde el suelo, como si se tratara de una monstruosa criatura de pise sobre Saraqeb.

Ahora era el momento de cazar al atacante. Los defensores antiaéreos pisaron a fondo el acelerador de sus vehículos pickup. El vídeo de Juma se convierte en una vuelta en la montaña rusa a través del desolado Saraqeb mientras los tiradores buscan una línea visual despejada. Pero el caza iba demasiado rápido y ellos iban demasiado lentos. El ataque aéreo terminó con los vehículos rebeldes parados al ralentí y los combatientes murmurando entre ellos en un escalofriante casi silencio interrumpido únicamente por la sirena de una ambulancia que buscaba a los heridos y a los muertos.

Ataque aéreo sobre Saraqeb el 7 de octubre de 2013. Foto de Juma Al Qassim.

A kilómetros del Infierno

La vida continúa en Saraqeb para aquellos civiles que se quedan. Los defensores antiaéreos del ELS todavía están en alerta y sus ametralladoras que apuntan al cielo, pero resultan más prometedoras que no una defensa real. Atravesamos la desolada ciudad en nuestro Hyundai amarillo cada vez con más polvo, mientras Juma nos explicaba que los destrozos eran ahora más que nunca después de años de combates terrestres y bombardeos.

Cada kilómetro de recorrido tenía sus tragedias, sus víctimas, sus villanos y héroes. En el aeropuerto de Taftanaz, a las afueras de la ciudad, había una docena de helicópteros del régimen hechos pedazos tras haber sido sorprendidos en tierra en enero de 2013 y destrozados por los rebeldes, en un exquisito acto de venganza por más de un año de constantes asesinatos aéreos.

Un taxista, originario de la ciudad natal de Juma, fue alcanzado mortalmente en el cuello por un sniper del régimen que se encontraba agazapado en un antiguo depósito de combustible en Saraqueb antes de la liberación de la ciudad a finales de 2012. Según Juma, los snipers en el depósito fortificado se apostaban cigarrillos y competían a ver quién abatía más «rebeldes». Supuestamente los tiradores selectos mataron a cientos de personas antes de que el ELS envistiera el depósito con un coche bomba, atacara la posición y matara a los snipers.

Atrás dejamos Saraqeb y sus miserias. En el horizonte se asomaban ante nosotros la Montaña 40 y Areha. Bordeamos la cima por el este. Abu Khaled exprimía al pobre Hyundai por una sinuosa carretera arriba. Cada metro que recorríamos había menos civiles y más combatientes rebeldes decaídos que se apoyaban con sus fusiles contra los muros o que observaban el cielo desde la caja de sus vehículos armados. Un carro de combate rebelde, capturado al régimen, se escondía tras un muro.

En la ladera sur de la Montaña 40 escuchamos los primeros disparos procedentes de los combates al otro lado de la montaña. Abu Khaled aparcó el Hyundai en un puesto avanzado de los Halcones de Sham ladera arriba. Si Juma y yo queríamos ir más arriba hacia los combates, como así lo hicimos, tendríamos que ir sin Abu Khaled y nuestro otro acompañante. Juma llamó a un amigo rebelde para que nos llevara y yo mientras cogí en brazos a un amigable gato callejero para acariciarlo un momento.

Nuestro transporte montaña arriba hasta la línea del frente fue un apuesto y esbelto combatiente llamado Basel el cazacarros [Basel the Tank Killer]. No, en serio. Nos dijo que se había ganado el apodo honorífico en 2011 por, pues eso, cazar un carro de combate.

Basel el cazacarros nos dejó en otro puesto avanzado más arriba a tan sólo unos metros de la estrecha franja de tierra de nadie que separa las posiciones de los Halcones de Sham de las tropas del régimen. Dentro nos encontramos a varios combatientes apoltronados en una alfombra, uno de ellos herido y que llevaba unas pantuflas con la caricatura de un oso, por comodidad, según nos explicó.

Nos acabábamos de quitar los zapatos para unirnos a ellos cuando llegaron los helicópteros.

Abu Hakem, a la izquierda. Foto de David Axe.

Vistas de muerte

Una voz en la radio del combatiente herido decía que se acercaban helicópteros. Posteriormente conocimos al tipo tras esos avisos de mal agüero: un tipo duro que llevaba gafas de sol llamado Abu Hakem, cuya fragmentada pandilla de combatientes vivía en una serie de antiguas cuevas en el interior de la Montaña 40. Abu Hakem se sube hasta una posición elevada, sintoniza sus equipos de radio con las frecuencias del régimen y escucha las conversaciones de los pilotos y las tripulaciones de los carros de combate enemigos.

Algunas veces consigue averiguar cuándo y dónde pretende atacar el régimen. «Con estos gualquitalquis hacemos milagros», presumía Abu Hakem. El 7 de octubre de 2013, como anteriormente muchos otros días, Saraqeb y su población civil eran el blanco.

Podíamos ver Saraqeb desde el balcón del segundo piso del puesto avanzado. Uno de los helicópteros era ligeramente visible desde allí: una mota negra que orbitaba sobre la ciudad a una velocidad increíble. Alguien vió cómo la bomba se separaba de la aeronave. Todos empezamos a contar 30 hacia atrás. Primero apareció el polvo y el humo que brotaba de Saraqeb. Segundos después llegó el sonido, un tenue retumbo que ascendía por la Montaña 40.

Los helicópteros picaron un segunda vez, y una tercera vez. La segunda bomba explotó, pero parece ser que la tercera estaba defectuosa y no explotó, un hecho frecuente dado que el régimen utiliza armamento y equipo antiguo y caducado.

Si los defensores de Saraqeb fueron capaces de responder a los ataques aéreos, no lo escuchamos. Y unos cuantos minutos después de que las máquinas voladoras llevaran la muerte a Saraqeb, la Montaña 40 volvió a la normalidad.

Siendo la normalidad el constante combate terrestre. Pudimos escuchar los disparos de los fusiles de sniper, el repiqueteo de las ametralladoras, el estruendo atronador de los morteros pesados, los carros de combate y los cohetes. Los disparos tenían un ritmo constante, como si se tratara de una rutina perfectamente ensayada, que de hecho lo era después de tantos meses de combates.

El coronel Jamal, líder local de las tropas de los Halcones de Sham, se nos acercó en el balcón. Cincuenta y seis, rechoncho, conciso, tiene toda la pinta del agricultor de Idlib que era antes de la guerra. Cuando las tropas de Al Assad mataron a unos manifestantes pacíficos a principios de 2011, Jamal, un oficial retirado del ejército de tierra, fue de los primeros en desertar.

Su mujer, sus cuatro hijos y sus dos gatos todavía viven en Idlib, así que ocupa el vacío de su corazón con todos los cientos de gatos de Areha, abandonados  por sus dueños cuando huían de los combates. Los gatos están por todas partes. Sus maullidos resuenan en los búnker de mando, se acurrucan bajo los vehículos blindados, pasan el rato bajo los árboles recortados por la metralla.

El coronel y sus hombres alimentan a los felinos con la misma comida enlatada que comen ellos: atún, sardinas y carne precocinada. Discretamente y con mucho sacrificio, el Ministerio de Exteriores le ha suministrado al ELS unas 300.000 raciones de comida envasada y los Halcones de Sham tienen unas cuantas cajas.

Pero las cosas envasadas al vacío, entre las que se encuentran frutos secos y galletitas, no están muy buenas. Al menos eso es lo que dicen los Halcones de Sham. Vi a un oficial estudiar desinteresadamente el contenido de una ración estadounidense antes de dejarla a un lado por una lata de sardinillas.

A Jamal, como a los gatos, no parecían importarle los disparos. Vestido con un uniforme de campaña sin distintivos estilo estadounidense en camuflaje árido, y armado únicamente de un equipo de radio para mandar a sus combatientes, el coronel se reclinó en una silla de plástico y describió los duros combates de Areha. Sus hombres están enrocados pero así están también las tropas del régimen, y él carece de los medios necesarios para liberarlos. Hizo un gesto hacia el montón de raciones estadounidenses que no pidieron. «Lo que realmente necesitamos son armas». Pero eso es muy poco probable que suceda.

¿Entonces quién está ganando? Pues parece que nadie.

¿Nos gustaría ver la línea del frente? Sí que nos gustaría. «Es peligroso», dijo el coronel. Él estaba con la periodista japonesa Mika Yamamoto en Aleppo en 2012 cuando recibió nueve disparos de los soldados del régimen y se desangró. «Todo el mundo acude a mí para convertirse en mártir», decía Jamal entre risas. Ciento cincuenta de sus hombres han muerto en Areha.

Uno de los cohetes caseros de Abu Marwan. Foto de David Axe.

La fábrica de Abu Marwan

Subimos por la calle y pasamos por delante de un par de minas de detonación a distancia por cable que el régimen enterró en el asfalto y que un rebelde muy valiente desactivó con unos alicates. A la izquierda dejamos un vehículo blindado BMP y a la derecha unos garajes adosados uno al lado del otro. En uno había aparcado uno de esos vehículos con una ametralladora montada en la caja y su dotación estaba a la espera de que Abu Hakem les dijera que venían aviones de combate del régimen.

En el otro garaje un rebelde alto sin casi dientes con una mata vertical de pelo rubio supervisaba a un grupo de combatientes mientras montaban cohetes caseros fabricados con trozos de metal y rellenos con explosivo a base de fertilizante de nitrato. El jefe se llama Abu Marwan. Este garaje, nos dijo sonriente, es «la fábrica de Abu Marwan».

Uno de los hombres de Abu Marwan observaba el campo de batalla con unos binoculares en busca de blancos para los cohetes, que se disparaban desde la caja de un vehículo tipo pickup. Abu Marwan decía de broma que tenía que rellenar los cohetes con whisky de forma que cuando explotaran emborracharan a los hombres de Al Assad y así los rebeldes pudieran capturarles.

Jamal era bastante indulgente. Los esfuerzos de Abu Marwan son admirables, pero cuando su equipo lanza uno de sus primitivos dispositivos Jamal decía que ordena a los demás que se pongan a cubierto por si acaso. Los cohetes caseros no sustituyen a las armas de verdad.

Continuamos avanzando. «Agachad la cabeza», nos advirtió Jamal cuando nos acercábamos a la barricada de dos metros de tierra y escombros que constituye la primera línea de defensa de los rebeldes frente a las tropas del régimen que se encuentra a 20 metros de distancia. El tirador de una ametralladora en alguna parte a nuestra izquierda efectuó una alegre ráfaga sostenida de varias docenas de disparos.

Juma, el coronel amante de los gatos y yo nos agachamos, corrimos y nos tiramos contra la barricada. La media docena de combatientes que guarnecían aquello levantaron la mano a modo de saludo. Más tarde supe que varios de los hombres eran combatientes de Al Nusrah bajo el mando de Jamal (radicales islamistas si te crees la opinión general de los medios de comunicación).

Un joven rebelde, probablemente todavía en su adolescencia, estaba tumbado en el suelo con un pañuelo de cuadros cubriéndole la cara y con su fusil AK-47 tirado a pocos centímetros de su mano abierta. Parecía muerto, pero solo estaba durmiendo, agotado después de quién sabe cuántos días defendiendo la barricada frente a las tropas de Al Assad.

El coronel charló con sus hombres mientras les hacíamos fotos a ellos y, lo mejor que pudimos sin que nos mataran, a las posiciones del ejército sirio. Después de unos minutos dejas de escuchar los disparos porque siempre están ahí.

El coronel Jamal, a la derecha. Foto de David Axe.

Silencio, demasiado silencio

Jamal nos llevó de vuelta con Abu Khaled y bajamos la ladera de la montaña en el Hyundai amarillo. Lo habíamos logrado: fuimos a Siria, visitamos el frente y sobrevivimos, a pesar de los grandes esfuerzos de compañeros periodistas por disuadirnos, del ejército turco y del asesino ejército del aire de Al Assad.

Juma repasó las fotos que había hecho. Es mucho mejor fotógrafo que yo. Con su potente objetivo había capturado el humo que salía del bombardeado Saraqeb. Al observar un campo de olivos a los lejos desde el puesto avanzado de los Halcones, también había localizado un carro de combate del régimen.

Bajamos pitando la montaña camino del llano que se extendía todo el camino de vuelta hasta Turquía. Cansado tras una terrible noche sin dormir y tras haber pasado todo el día lleno de adrenalina, me desinflé como un globo. Cerré los ojos…

…y cuando los abrí tan sólo un minuto después había unas paredes de tierra pegadas a ambos lados del coche y Abu Khaled parecía preocupado. Se había equivocado en un cruce y ahora estábamos perdidos en un pueblo al pie de la Montaña 40.

Era un pueblo abandonado. Había tiendas, casas, mezquitas, todo sin daños aparentes por la guerra. Ví un gato pero a ninguna persona. «Esto es muy raro», dijo Juma. También parecía preocupado.

Abu Khaled condujo sin rumbo a través de las callejones del pueblo fantasma hasta que nos metimos en un campo de olivos. Eso no está bien. Dimos marcha atrás y volvimos sobre nuestros pasos hasta que finalmente encontramos la carretera. Abu Khaled paró a un combatiente rebelde y le preguntó qué había pasado con los habitantes del pueblo.

El combatiente sonrió. «Escaparon del carro», dijo.

De repente todo tenía sentido. El campo de olivos en el que nos habíamos metido era el mismo campo que Juma había visto a través del ocular de su cámara. El carro de combate que Juma había visto nos había estado acechando sin ser visto en alguna parte entre aquellos árboles, posiblemente a unos metros de nosotros.

Después de todo el miedo a ser secuestrado, de todo el planeamiento y precaución, de todo el dinero que me gasté en mi gente y de todos los años de experiencia de guerra, que creía que habían afinado mis sentidos para detectar los riesgos del campo de batalla, lo más cerca que estuve de resultar muerto en Siria fue probablemente cuando estaba allí sentado en el campo de olivos, un tonto perdido en un Hyundai amarillo, un gracioso blanco fácil para la dotación curtida en la guerra de un carro de combate del régimen.

Continuamos el viaje en coche. Juma, mi hermano sirio, se quedó dormido. Esperaba que no estuviera soñando, nada bueno podía salir de aquello.

Se puso el sol y su resplandor en el horizonte le dio una reconfortante sombra ocre oscuro a la peor zona de guerra del mundo. Tras mi ajetreado día de viaje de ida y vuelta a las líneas del frente de Siria ya sabía un poco más (y espero que ahora tú también). Podría escribir esta y otras historias. Había justificado los meses de planeamiento y miles de dólares en gastos. Me había jugado la vida una vez más…y gané.

Ahora me podría tomar algo con las mismas personas que me habían dicho que no fuera a Siria. No les diría nada. Simplemente me sentaría allí a respirar y con cada latido de mi corazón sería como si se me levantara el dedo corazón por su agobiante preocupación por mi seguridad. Como si entendieran el álgebra de mi alma: la ecuación que resuelvo cada vez que me voy a algún agujero de mierda para informar sobre algún grupo de personas que dispara a algún otro grupo de personas.

¿Realmente merece la pena llegar incluso a morir por tan solo otra historia de otra guerra?  ¿Incluso ahora que tengo casa, novia y gatos?

Sí. Porque los rebeldes de Siria son mejores personas de lo que tú crees. Y necesitan ayuda para protegerse de los aviones de combate de un tirano. Esto es importante, más importante que cualquier persona.

Estaba triste y me puse a buscar entre todas las listas de reproducción de mi iPhone aquellas canciones que asocio con las emboscadas, las explosiones y los secuestros nocturnos que han marcado mi vida y mi trabajo.

La canción de Coldplay que escuchaba la mañana después de que aquellos niños de Chad intentaran apuñalarme. Esa embarazosa canción de Avril Lavigne de la banda sonora de Scrubs que puse accidentalmente (lo juro) en mi iPod durante un ataque talibán contra mi convoy en Afganistán en 2009. La canción de Mumford & Sons que puse en modo repetición mientras se ordenaba mi cerebro en las horas posteriores a haber volado por los aires gracias a una bomba de los talibanes en Logar en 2011.

Me embutí los auriculares en las orejas y escuché toda mi vida en guerra mientras Siria y su complicado conflicto propio desaparecían tras el Hyundai. La música me entristeció. Hizo que me enfadara. Hizo que quisiera terminar este viaje por carretera al Infierno.

Todavía no es bastante.

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