Las verdades como puños no pasan de moda. En este artículo, de fecha 10 de enero 2010, nuestro Arturo Pérez Reverte escribe, como siempre, sin pelos en la lengua, poniendo los puntos sobre las íes. Creo que da qué pensar y para que alguno que otro se lo piense antes de lanzarse a la «aventura».
Patente de Corso. El síndrome del coronel tapioca. Arturo Pérez Reverte. XLSemanal. 10 de enero de 2010.
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá -de sirios y troyanos, oí decir el otro día-. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí -imagínense cómo se agobian éstas- y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
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Pues pese a este y otros artículos al respecto, la falta de cultura y el seguir pensando que «papá Estado» nos sacará de cualquier problema, nos lleva a tener que pagar al resto las inconsciencias de los demás.
Por poner un ejemplo, en Suiza si tienes un problema te van a ayudar sin ningún genero de dudas, pero si es negligencia luego vas a devolver a los ciudadanos el importe de tu «aventura».
Un saludo
Completamente de acuerdo, compañeros. No hay más que recordar al figura de la vuelta al mundo en bici que, como mola mazo, quiso pasar por Pakistán y se dio cuenta de que hay gente con malos modales por ahí fuera… La pena es que si muere un soldado cumpliendo con su deber no es que parezca normal -tampoco debemos acostumbrarnos a esto, pero lo llevamos en el sueldo-, sino que algunos malnacidos hasta se alegran; eso sí, cuando un idiota se mete donde no debe por placer, ganas de quemar adrenalina o falso altruismo y le pasa algo, se convierte poco menos que en un héroe y en una especie de referente de la progresía y el artisteo.
Dicho esto, mi más profundo respeto hacia los profesionales que se juegan el pellejo para informar de lo que sucede en el mundo y lo hacen con conocimiento, responsabilidad y madurez; no se vayan a mezclar churras con merinas…
Es impresionante con que «culta ironía mordaz» dice las verdades este hombre, reafirmando la tesis de lo escrito con el mismo estilo. Me encanta este periodista, escritor, «aventurero profesional»… Gracias por publicarlo.
Insuperable…la frase «por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro»
Lo he pensado mas de una vez al oir las noticias. La gente cada vez es mas idiota, la television les ha frito el cerebro, se van de turismo a paises en guerra, con secuestros o en proceso de cambio radicalismo taliban…y luego vienen los lloros
Magnifico. Tenemos siempre el derecho a… pero se nos han olvidado en muchos casos, la obligacion de asumir las consecuencias de nuestras acciones, siempre es mas facil culpar a otro de nuestros males y exigirle responsabilidades que entender que somos los ultimos y unicos responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer.